No hacer nada es la peor receta frente al envejecimiento

Jun 26, 2017 | MAPFRE Hoy

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Cuando el canciller Otto von Bismarck decidió que la edad de jubilación debía fijarse en los 65 años, en el último tercio del siglo XIX, una gran parte de los trabajadores de entonces no llegaba a cumplir esa edad, y los que llegaban sobrevivían una media de 9 años cobrando su pensión.

TEXTO Javier Fernández    ILUSTRACIÓN Getty Images y Thinkstock

Hoy, casi un siglo y medio después, los mismos 65 años siguen siendo la edad de referencia para la jubilación que todos tenemos en la cabeza, aunque cada vez más países han tenido que ir desplazando esa condición hacia los 66, 67 o incluso más años, ya que esos nueve años de pensión que, en media, cobraban los jubilados en el año 1900, hoy se han convertido en alrededor de 15 para la mayoría de las regiones y países, aunque hay casos, como el de España, en el que la supervivencia a los 65 años ya se sitúa camino de los 20. Es decir, lo que es una excelente noticia, que las personas vivan más años, se ha convertido en un problema para los Estados, porque el envejecimiento está tensando en exceso las costuras de lo que conocemos como sociedad del bienestar, especialmente en relación a las pensiones.

A estas alturas, nadie discute que el envejecimiento se ha convertido en un problema global y además creciente, ya que cada día la longevidad de las personas al nacer aumenta en aproximadamente 6 horas. Pero es un problema que no afecta por igual, porque su impacto está focalizado —como explicamos en página 10—. Con independencia de la posición de partida de cada región del mundo, lo cierto es que en el año 2050 todos los países tendrán el doble de personas mayores de 65 años que las que tienen en la actualidad y esto producirá profundos cambios sociales para los que conviene ir adaptándose.

¿Por qué afecta especialmente a las pensiones?

Porque la mayoría de los países que tienen algún tipo de esquema público de previsión lo han construido con base en un esquema de reparto, es decir, los trabajadores activos aportan una parte de su salario para pagar las pensiones de los jubilados que, a su vez, hicieron lo propio en su momento. Y así será también en el futuro, a medida que los trabajadores alcancen la edad de jubilación, se confía en que los trabajadores más jóvenes financien cada mes su pensión.

Este esquema, basado en la solidaridad intergeneracional, ha funcionado durante muchos años sin especiales dificultades hasta que el envejecimiento ha ido cambiando las reglas del juego. Los pensionistas cada vez viven más años, por tanto consumen ampliamente el dinero que a lo largo de su vida aportaron para las pensiones de sus mayores y, por culpa de la demografía, cada vez han ido naciendo menos niños, es decir, menos futuros trabajadores que afronten el pago de esa pensión. Adicionalmente se ha producido un tercer efecto: la reciente crisis económica ha ocasionado que en algunos mercados las personas que tienen que pagar las pensiones tengan un salario más bajo que la pensión que cobran los nuevos jubilados a medida que se retiran del mercado laboral.

Todos los países, con mayor o menor celeridad, han ido actuando para afrontar esta falta de sostenibilidad financiera creciente del sistema. En general han adoptado reformas basadas en incrementar los ingresos futuros del sistema, creando fondos que crecen en las fases de expansión económica para compensar los déficits de los peores ejercicios o actuando sobre los elementos que condicionan la cuantía de la pensión, que son básicamente tres:

Retrasar la edad de jubilación: cada año que se desplaza se produce un doble beneficio, teóricamente el trabajador sigue cotizando y, en segundo lugar, cobrará un año menos de pensión en el conjunto de su vida.

Tomar más años para calcular sus derechos, es decir, calcular cuál debe ser su pensión según todo lo que ha aportado al sistema a lo largo de su vida laboral, y no en una serie limitada de años, generalmente los últimos. Esto produce una disminución de la pensión porque en los primeros años los salarios son más bajos y por tanto también las cotizaciones.

Encarecer la pensión mediante reformas paramétricas: exigir un mayor número de años trabajados y cotizados para “empezar” a tener derecho a percibir una pensión, o bien condicionar la evolución futura del sistema no a la inflación, sino a otros elementos como la productividad, la evolución de los salarios que afrontan el pago, o a la propia “salud” financiera del sistema de pensiones.

¿Qué solución ha adoptado cada país?

La mayoría de ellos las tres, o una mezcla de las tres. No hay un estándar para afrontar este problema. Lo que sí hay es una coincidencia cada vez más generalizada sobre que la cuantía de las pensiones tenderá a reducirse: siempre habrá pensiones públicas porque las avalan los Estados, pero no serán suficientes. También hay un consenso sobre que ningún sistema puro, ni el de reparto ni el de capitalización, como es el modelo chileno, tienen ya capacidad para actuar en solitario. Por esta razón, la mayoría de los países viene optando por desarrollar de forma conjunta los dos modelos de ahorro previsión: reparto y capitalización.

El objetivo es sencillo de entender pero difícil de aplicar. Hay que conseguir que los trabajadores ahorren para su propia jubilación, no solo para pagar las pensiones del sistema de reparto, porque las pensiones públicas van a ser cada vez más ajustadas. En la mayoría de los países la tasa de sustitución se sitúa ya como mucho en el 50% (cuantía de la pensión en relación al último salario que se percibió como trabajador). Esta es la tendencia, incluso para países como España o Grecia donde la Comisión Europea advierte de que habrá reducciones superiores al 30% de sus tasas de sustitución en los próximos años.

El ejemplo británico

Cada país tiene su modelo de ahorro-previsión para complementar las pensiones públicas pero, en general, todos son obligatorios o semiobligatorios; ligados a la vida laboral, que es cuando los trabajadores tienen capacidad de ahorro; y basados en esquemas incentivados: el empleado aporta y el empresario y/o el Estado complementan ese ahorro.

No hay un modelo mejor que otro ni todos sirven para todos los países, pero el esquema británico, todavía en fase de implantación, se considera un ejemplo muy exportable con las lógicas adaptaciones nacionales. Los británicos obligan por defecto a todos los trabajadores a que destinen una parte de su sueldo a ahorrar para su propia jubilación. El empresario pone otra parte y el Estado también impulsa este ahorro mediante incentivos fiscales. Cuando este modelo esté generalizado a todo el mercado laboral, en 2018, cada trabajador destinará un 8% de su salario a construir su futura pensión. Un 5% lo pondrá él de su bolsillo, un 2% el empresario, y un 1% el Estado mediante la fiscalidad. La peculiaridad de este sistema es que todos los trabajadores, por el hecho de serlo, entran en el esquema de ahorro obligatorio, pero aquellos que expresamente lo manifiesten se pueden salir y no ahorrar. Aun así, periódicamente el empresario les vuelve a incorporar y estos tienen que salirse expresamente de nuevo si no desean ahorrar para su jubilación.

Las pensiones golpean en la línea de flotación de los países

Los países emergentes, que tienen poblaciones escasamente envejecidas y además mantienen tasas de natalidad elevadas, no tienen el problema sobre la mesa. Pero en los países más desarrollados, entorno OCDE y muy concretamente Europa, el abordar los distintos efectos del envejecimiento no puede esperar, porque golpea de pleno la economía, no solo por el gasto, mayor consumo de sanidad y dependencia, sino también por el ingreso, porque pensiones menguantes producen jubilados empobrecidos que verán muy reducida su capacidad de compra y esto, más pronto que tarde, acabará afectando al consumo y a la actividad económica. Parece que hablar del año 2030 o 2040 es hablar del futuro, pero en materia de ahorro-previsión es hablar de mañana o, como mucho de la “próxima semana”, porque el ahorro-previsión necesita tiempo para desplegarse para ser plenamente efectivo. Se precisan no menos de 18-20 años para generar una pensión complementaria suficiente para compensar la reducción de las pensiones públicas. Esto quiere decir que si mañana por la mañana los trabajadores comienzan a ahorrar para su propia pensión con un modelo similar al inglés, vinculado a su trabajo, todos obtendrán un complemento de pensión desde ese mismo momento, porque un euro ahorrado es el doble que no tener ahorro. Pero el beneficio será completo para los que ahora están por debajo de los 45 años, porque cuando se jubilen habrán estado ahorrando para su pensión al menos 20 años y tendrán un patrimonio suficiente para complementar las pensiones públicas, precisamente cuando se estima que estas estén en sus tasas de sustitución más bajas.

Frente a una realidad como el envejecimiento, la peor receta es no hacer nada. Si no se actúa con previsión, con tiempo, nos podemos encontrar con que un 30% de los ciudadanos no solo está jubilado, y lógicamente no trabaja, sino que además tendrá una capacidad de compra muy baja y entonces, ¿quién alimentará la demanda económica y el consumo?

Hablar de pensiones es hablar de seguros

Aunque son varios los agentes financieros que ofrecen productos de ahorro relacionados con las pensiones, lo cierto es que los verdaderos especialistas en gestionar el futuro son las compañías aseguradoras.

De entrada, son las únicas expertas en inversiones a medio y largo plazo. No es lo mismo gestionar riesgos de un cliente a uno o dos años, que hacerlo para un periodo de 30 o más años, lo que requiere una especialización y unas capacidades financieras para la gestión de ese tipo de riesgos que solo está al alcance de las compañías aseguradoras de vida.

Adicionalmente, el seguro asume también el riesgo de longevidad, es decir, cuando una compañía compromete con un cliente que le va a pagar una renta vitalicia, lo hará hasta el final, con independencia de que esa persona acabe viviendo más años que los que se estimaron para su cohorte de población, lo cual convierte a los productos aseguradores en los que mejor actúan como complemento de renta de las pensiones públicas. n definitiva, las compañías aseguradoras, especialmente aquellas más solventes, son el compañero más confiable cuando se trata no solo de hablar de futuro sino de preparar el futuro de cada uno de nosotros.

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